Cuestión de fe

En el pueblo de Chongos Bajo vivía un muchacho llamado Vladimir. Mientras cargaba un saco de maíz morado —una ofrenda de su familia para la peregrinación—, sus venas se hinchaban y le bajaron por el antebrazo como un ramillete de mala hierba apoderándose de él.

A Vladimir no le importaba que el cura rechazara la nueva tradición de velas de colores. Le parecían una mera interrogación ante los miles de signos que se acumulaban en su cabeza, como los devotos de Cani Cruz, un capataz despiadado al que pedían justicia.

Al llegar a la iglesia no quiso discutir con el cura. Entregó el maíz morado y se apresuró en despedirse. Pero aquel pareció leerle la mente y le detuvo:

—Sé que te niegas a creer —le dijo, en tanto Vladimir se limitaba a asentir—. Te contaré algo que quizás te haga cambiar de parecer. Antes de que nacieras tus padres solo tenían dos hijas. Como deseaban un hijo varón, tu madre vino y le pidió a Cani Cruz un hijo. Poco antes de cumplirse el año, tú naciste.

Vladimir quedó en silencio. Y unos instantes después se despidió, excusándose por las labores de la chacra.

Al llegar a casa, y ante su insistencia, su madre se negó a corroborar la historia del cura. Muy confundido, fue a caminar mientras pensaba y, finalmente, regresó a la iglesia. Siempre iba, pero no exactamente por devoción, sino por aquel éxtasis que sentía al ver el cielo rojizo durante el ocaso, que se veía mejor desde la puerta de la capilla.

Alguien le tocó el hombro suavemente y lo sacó de sus cavilaciones. Era su madre.

—Sabía que estarías aquí —le dijo. Él se limitó a sonreír, y su madre se sentó a su lado—. Sé que te desagrada lo que el cura dijo. Entonces ya habían nacido tus hermanas, pero tu padre y yo queríamos un hijo varón. Estaba envejeciendo y era consciente que no podría tener más hijos. Por eso un día pedí un milagro, pero no a Cani Cruz. Se lo pedí a Dios. Vine a la iglesia muchas veces, no por siete lunes, ni cada siete o cinco días, como algunos acostumbran. Simplemente vine, y antes de que pasara un año tú ya habías nacido.

Vladimir escuchaba el cantar de los devotos a sus espaldas. Su madre siguió:

—El cura no quiso enredarte con todo lo que se dice de Cani Cruz. Solo deseaba que entendieras que tuve fe.

Un extraño alivio se había apoderado de él. No sabía si era la fe de las personas congregadas en la iglesia o la vista imponente del ocaso que tenía al frente. Tampoco sabía de dónde había llegado aquel sentimiento ante la grandeza de ese preciso momento.

 

Fuente: Ezequiel Camayo Lapa

Relato recogido por:Verónica Portillo Soriano

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