Había un poblador de Tres de Diciembre que solía usar un camino antiguo para llegar más rápido al pueblo.
Una noche, durante la fiesta patronal, se quedó solo porque su esposa que estaba cansada se había adelantado a casa. Pero a medianoche, se sintió cansado y, pese a que sus vecinos intentaron retenerlo, se marchó por el viejo camino.
Al cruzar un puquial, vio a lo lejos un toro inmenso que iba en dirección a él con la intención de atacarlo. Sin mirar atrás, echó a correr tan rápido como le era posible. Pero más adelante, al volverse, notó que no había toro ni nada en su persecución.
—¿Estaré tan borracho como para ver toros imaginarios? —se dijo.
Decidió no dar importancia a lo ocurrido y retomar el camino. Atravesó una quebrada y se topó con un hermoso pavo real. Entonces su mente se aclaró:
—¡Esto es un tapado! —exclamó.
E inmediatamente se quitó el poncho y lo lanzó sobre el ave. Esperó unos minutos, se persignó y, al descubrir al pavo, encontró en su lugar un hoyo donde sobresalía un saquito de piel.
Lleno de júbilo, excavó la tierra con sus propias manos hasta que pudo retirar el saco. Finalmente, lo puso a un lado del camino y rompió sus amarras. Lo que encontró le hizo pegar un grito:
—¡Soy rico! —decía, mientras cogía unos doblones de oro entre sus dedos—. ¡Gracias, Dios mío, gracias!
Y sin dudarlo un instante, cargó el saco sobre sus espaldas y se marchó a casa.
Cuando pasaron los meses, se convirtió en el hombre más rico del pueblo, pues se hizo de mucho ganado y hectáreas enteras de tierras. La gente nunca dejó de murmurar que él era dueño de un tapado, pero él nunca confirmó ni negó nada.
Fuente: Leoncio Álvarez Cárdenas
Relato recogido por: Isamar Romero López