La advertencia del Huallallo

Muchos años atrás, en el pueblo de Ahuac, la gente trabajaba en sus campos de sembrío con el sol en alto. De manera repentina el cielo claro se cubrió de nubes negras, que llegaron acompañadas por rayos y truenos.

Asustados, los pobladores buscaron refugio en sus chozas o, si estaban lejos de ellas, bajo los árboles.

—¡Protéjanse! —otros gritaban sin dejar de correr—. ¡Cuiden a sus hijos!

De pronto, una luz brillante iluminó uno de los cerros altos.

—¡Miren allá arriba! —dijo el presidente comunal, un hombre pequeñito llamado Saulo—. ¡Miren todos!

Y las gentes que lo escucharon respondieron:

—¿Qué pasa? ¿Qué está diciendo?

Al volverse vieron en el cerro algo que creían era un mito: ¡el dios Huallallo Carhuancho!

Se encontraba en la punta de un cerro donde solo podía notarse el contorno de su cuerpo. En su mano derecha llevaba una vara grande; y alrededor de él irradiaba una luz.

Entonces se oyó una voz ronca y estruendosa que venía del dios:

—¡Escuchen!

Todos los pobladores se quedaron quietos. Y los que habían buscado refugio salieron al exterior para contemplar aquella maravilla.

Y Huallallo siguió:

—Dentro de poco se cumplirá la profecía que hicimos los dioses muchos siglos atrás. El taita Inti calentará tanto que las plantas y los animales morirán quemados; los ríos y lagunas se secarán y ya no habrá más vida. Solo vivirán los que se refugien. ¡Háganlo!

Todos los pobladores, unidos ya en un solo grupo, empezaron a discutir.

—¿Por qué nos hace esto? —algunos se preguntaban.

Y otros decían:

—¿Qué hemos hecho? ¿Cómo haremos para refugiarnos?

Y muchos, sin hacer caso, regresaron a sus casas.

El presidente de la comunidad veía con preocupación a los pobladores. Pedía calma a gritos, hasta que un anciano llamado Laurencio dijo:

—No podemos escapar. Lo único que nos queda por hacer es refugiarnos en cuevas —y luego de un instante, en que todos lo miraban con extrañeza, siguió—: Puede que sea lo único que el sol no pueda traspasar.

A la mayoría le pareció buena idea. Dejaron sus labores y se dedicaron a crear cuevas profundas, mientras otros acopiaban provisiones.

Sin embargo, otros pobladores desoyeron al viejo Laurencio y se dirigieron la ciudad de Arhuaturo, que está en la parte alta de Ahuac, pues en ese lugar corría viento y hacía mucho frío debido a la altura.

Igualmente, la anciana Catalina, creyendo que todos estaban equivocados, decidió escapar hacia la montaña Ninanya, de donde marcharía a otro lugar. Y cuando atravesaba la quebrada Carcapirhua, entre risas, se detuvo para contemplar aquel juicio final. En el pueblo de Ahuac las plantas y animales morían calcinados. Estaba por volver a reír, cuando sintió que se ahogaba y se convirtió en una roca grande, a la que los sobrevivientes llamaron Comuchacua, que significa vieja vanidosa.

Durante tres días la tierra ardió, hasta que por fin una brisa fresca llegó hasta las cuevas. Así los pobladores supieron que el peligro había pasado. Salieron, optimistas y contentos, para reconstruir sus casas. Y vieron reaparecer la laguna gracias a manantiales escondidos que hay debajo de ella.

Y aunque con los años olvidaron la catástrofe, aún quedan cenizas en los cerros más altos para recordar la cólera de los dioses.

 

Fuente: Hilarión Guzmán Alvarado, 73 años / Poblador y guía turístico de Ahuac

Relato recogido por: Jesús Toribio Espinoza

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