En el pueblo de San Juan de Jarpa, hace mucho tiempo, se vivía en prosperidad. Los campos producían abundante alimento, los animales se reproducían rápidamente y el río estaba lleno de truchas, tantas, que aunque pescaran más y más, siempre llegaban otras nuevas.
Los vecinos eran felices, pero no se preocupaban en el mañana. Se limitaban a recibir lo que la tierra les daba.
Una tarde, la fina lluvia se convirtió en un chaparrón que no parecía amainar. Las gentes corrieron hacia sus casas para refugiarse. Pronto vieron, impotentes, cómo la corriente arrastraba los cultivos y los animales.
Durante un mes el pueblo fue castigado con lluvias parecidas. Los comuneros tenían hambre, pues no habían sabido guardar provisiones para las malas épocas.
Cansados, convocaron a una reunión de la comunidad. No cesaban de discutir ni de lamentarse, hasta que una anciana les recriminó su conducta.
—Cuando teníamos comida no supimos valorarla. Ahora que falta nos arrepentimos —dijo—. Yo les diré una forma de recuperarnos. A pesar de aquel castigo seguimos teniendo riqueza. Nos queda la tierra arcillosa que ustedes no querían trabajar. Podemos hacer adobes y bloques para reconstruir nuestras casas.
En efecto, la idea fue celebrada y todos en el pueblo se pusieron a trabajar. Edificaron un horno con adobes de arcilla y pudieron fabricar bloques mucho más resistentes que aquellos que no estaban cocidos.
Pronto levantaron de nuevo las casas que habían sido arrasadas por la lluvia y recuperaron los terrenos de cultivo. Y no faltó el ganado que empezó a reproducirse nuevamente.
Pasado el tiempo, los hombres del pueblo fabricaban los bloques de arcilla y los llevaban al horno, mientras las mujeres criaban a los animales y cuidaban los cultivos.
De esa forma salieron adelante y el pueblo prosperó, pues los bloques que fabricaban se hicieron muy solicitados por los anexos vecinos.
Fuente: Fermín Campos
Relato recogido por: Marielena Huanay Yauli