Una madrugada despejada, un joven de nombre Felipe aún soñaba cuando se levantó súbitamente al escuchar los gritos de sus corderos. Se vistió a toda prisa y corrió hacia ellos. Pero al encontrarlos tan tranquilos, dormitando en el prado, comprendió que los chillidos venían del manantial. Lleno de curiosidad, tomó ese camino.
Al acercarse vio en medio del manantial a unos seres parecidos a personas, pero pequeñitos y de orejas y ojos enormes, que retozaban muy contentos en el agua.
Se ocultó detrás de un árbol y se persignó.
De pronto apareció uno de ellos detrás de él. Asustado, cayó sentado sobre la hierba. Pero el ser diminuto le extendió la mano y le ayudó a incorporarse.
—Tranquilo, no te haré daño —le dijo con su vocecita de niño.
Después que Felipe se calmó, el ser diminuto lo llevó de la mano con sus parientes, quienes quedaron asombrados de tener a un hombre que, pese a haberlos visto, seguía con vida.
Los extraños seres llevaron a Felipe por un cerro, de donde brotaba el agua que alimentaba a los manantiales. Era un lugar hermoso, cubierto de árboles frutales y animalitos diversos, como vizcachas y zorros, que no se asustaban con las personas y vivían sin atacarse entre sí.
Uno de los pequeños explicó a Felipe que ellos habían sido enviados por Dios para resguardar los siete manantiales. Por eso cada día trabajaban arduamente para que el agua saliera limpia y cristalina. Por las mañanas cuidaban que nadie se acercara al preciado origen del agua; mientras que por las noches se asentaban a orillas del último manantial y, antes del alba y terminada la jornada, iban a bañarse.
El más viejo de los pequeños, que parecía ser el jefe, se acercó a Felipe y le propuso un pacto.
—Nos ayudarás con la misión de cuidar el origen del manantial —dijo el anciano.
Felipe aceptó el pacto y le entregaron a cambio una pulsera de piel de cordero.
Pero entonces Felipe apareció recostado en la orilla del manantial con muchos corderos a su alrededor. Hubiese creído que todo fue un sueño, a no ser por una marca en la muñeca con forma de pulsera. Desde entonces dedicó su vida a enseñar a la gente a cuidar el manantial.
Fuente: Felipe Lopez
Relato recogido por: Marielena Huanay Yauli