Culebras milagrosas

En el pueblo de Achipampa vivía un joven matrimonio. Cada día la mujer, llamada Jacinta, se quejaba de dolor desde muy temprano.

—¡Me duele, Marcelino, me duele mucho! —exclamaba con lágrimas en sus ojos.

El marido, al oír a su mujer, despertaba sobresaltado y trataba de reanimarla, pues la veía hacer un gran esfuerzo para respirar. Con mucho esfuerzo, conseguía calmarla y la dejaba dormida, agotada por el malestar.

Un día, los ataques de su mujer empeoraron y, temiendo lo peor, Marcelino se levantó de la cama y se fue a caminar fuera de la casa. Entonces recordó que de niño su abuelo le había contado que en uno de los cerros podía encontrarse unas culebras semitransparentes capaces de sanar cualquier enfermedad. Pero la leyenda decía que eran pocas las personas a las que aquellas culebras milagrosas se revelaban, pues en cuanto sentían a alguien, desaparecían bajo los arbustos o se mimetizaban con la tierra.

Cuando niño una culebra lo había mordido y estuvo a punto de morir, pero su padre lo llevó con un anciano que, después de extraerle el veneno de su piernecita, le anunció que desde entonces y hasta el fin de sus días, Marcelino quedaría ligado a las culebras. Mientras se acercaba al cerro, su corazón latía con más fuerza. Empezó el ascenso por entre los bloques de roca que hacían parecer el lugar a un pueblo abandonado.

El sol de mediodía calentaba con mayor intensidad y el calor comenzaba a marear a Marcelino. Pero siguió su busca entre los arbustos y debajo de las piedras, sin encontrar rastro de ninguna culebra. Oscurecía cuando, agotado, se sentó con mucha tristeza. Sentía que le había fallado a su esposa y que esta moriría por su culpa.

Lentamente, una culebra se arrastró por debajo de sus pies. Pero en vez de atacarlo, colocó su cabeza al alcance del machete de Marcelino quien, sin pensar, cortó al animal en dos.

«¿En qué momento reaccioné?», se decía Marcelino, mientras contemplaba el cuerpo aún zigzagueante de la culebra, que se iba haciendo más tangible conforme iba muriendo. Después de largos minutos, cogió la culebra, que era realmente enorme, la puso sobre sus hombros y empezó a descender de retorno a su casa. En el camino pensaba que la forma en que se le había presentado para dejarse sacrificar solo podía ser un milagro.

Se persignó al trasponer la puerta de su casa y encontró a su esposa, todavía dormida.

—¡Dios mío! —se sorprendió ella cuando despertó—. ¿Pero de dónde has sacado a este animal?

Marcelino contó a su esposa la aparición del ofidio y la forma en que, como un regalo del cielo, se le había presentado y no opuso resistencia para ser sacrificado.

Ambos agradecieron a la Providencia y Marcelino cortó varios trozos del cuerpo de la culebra, que cocinó y dio de comer a su mujer. Jacinta no tardó en recuperarse y nunca más sufrió nuevos ataques. Muy contento, Marcelino colgó la piel de la culebra en la entrada de su casa, seguro de que, igual que había entregado su vida para salvar a Jacinta, cuidaría de él y los suyos hasta su muerte.

 

Fuente: Ruperto Mayorca Solano (nacido el 17 de febrero de 1934)

Poblador del anexo de Achipama, (Yanacancha, Chupaca)

Relato recogido por: Rocío Cajachagua Chuí

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