«¡Sácale el veneno!»

Durante la guerra, cuando el ejército chileno llegó hasta el valle del Mantaro, los pobladores fueron víctimas de injusticias de todas clases. Los chilenos arrebataban los animales a la gente, los golpeaban, abusaban de las mujeres, mataban sin contemplaciones a ancianos y niños y quemaban las casas y las provisiones.

Se decía que la orden de aterrorizar a la gente venía desde los mismos generales chilenos. Aunque los guerrilleros locales intentaban defender al pueblo, sus esfuerzos eran inútiles, pues los soldados recién llegados eran superiores en armas y en número.

Una vez que el valle había sido dominado, los chilenos enrumbaron a las zonas altas para continuar con su estrategia de tierra quemada, es decir, de arrasar con todo a su paso.

Un contingente chileno, comandado por un oficial célebre por su frialdad al matar, llegó a las alturas de Ahuac. Agotados por la larga caminata, se detuvieron a puertas de una choza y, después de rodearla, obligaron a sus ocupantes a salir. Una anciana y su nieta aparecieron en la puerta, perplejas y temerosas de los soldados recién llegados.

—¡Prepáranos chicha, vieja! —ordenó el oficial.

La anciana seguía inmóvil, todavía temerosa de cuanto podían hacer aquellos soldados brutos y carentes de compasión.

—¡Muévete, vieja, no quiero esperar! —le gritó el oficial—, ¿o quieres que mate a tu nieta?

La mujer se llamaba Fulgencia y era curandera. Todo el pueblo solía acudir a ella para curarse. También sabía preparar remedios que acababan con las plagas, pues en mayor cantidad, los efectos medicinales de una misma sustancia podían tornarse en venenosos.

Mientras estaba atareada en preparar la chicha, los chilenos rebuscaban entre sus cosas, perseguían a las gallinas y ataban a los carneros para llevárselos. Entonces se le ocurrió agregar a la chicha un potente veneno que tenía preparado en una ollita de barro para acabar con las ratas que se metían a los graneros.

Con mucho cuidado, vació el contenido de la ollita en el perol donde mezclaba la chicha. En cuanto terminó, cargó el perol y quiso entregarlo a un soldado que dormitaba de pie. Este le hizo una seña para que lo siguiera, y llegaron con el oficial que estaba al mando. Este olió la chicha y, antes de tomarla, dijo:

—Toma tú primero. ¡Sácale el veneno, vieja!

Fulgencia palideció. Los soldados la rodeaban, impacientes por beber de una vez, pues tenían mucha sed. Ya antes la anciana había escuchado que algunas mujeres perdieron la vida tratando de envenenar a los chilenos. Pero al ser descubiertas, fueron ejecutadas.

Entonces tomó la determinación y, cogiendo un buen vaso, se lo bebió hasta la última gota.

Tranquilizados, los chilenos se arrebataron entre sí los vasos y se tomaron toda la chicha. Cuando se terminó, ordenaron a Fulgencia que preparase más. Sin decir palabra, ella entró de nuevo a su casa.

Como se tardaba, un soldado entró a ordenarle que se diese prisa, pero la encontró agonizando. Cuando el oficial se dio cuenta de su error, ya era tarde. Los soldados empezaban a sentir fuertes dolores y rodaron por el suelo, experimentando los síntomas del veneno.

El oficial no pudo siquiera vengarse de Fulgencia, pues ella ya estaba muerta. Los chilenos no tardaron en seguirle el camino. El veneno acabó con casi todos. Solo se salvaron aquellos que, por ser de rango inferior, apenas si pudieron probar la chicha.

En la actualidad, la anciana Fulgencia aún es recordada por su heroico sacrificio. Por su causa, la frase «¡sácale el veneno!» es usada cuando se va a empezar a consumir una bebida espirituosa.

 

Fuente:Fredy Ospinar Cerrón (12 de julio de 1969).

Poblador de Ahuac

Relato recogido por: Jesús Toribio Espinoza

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