Antiguamente llegaron tres forasteros al pueblo de Ahuac. Eran unos hombres altos con sombrero de paja y ropa azul marino manchada de barro. Sus nombres eran Marco, Aurelio y Jacinto. Venían con una intención: construir un canal de riego para los cultivos de Ahuac.
Los forasteros planeaban usar para su canal las aguas sagradas de la laguna de Ñahuinpuquio. Ignoraban que aquello significaba una profanación. Así, dos días después de su llegada, marcharon a iniciar la obra con sus herramientas al hombro. Se sentaron a orillas de la laguna, chaccharon coca, fumaron cigarros y bebieron sorbos de trago para tener mucha voluntad en el trabajo.
—Tenemos que alcanzar el nivel exacto de profundidad para que el agua corra hacia las siembras —dijo Marco, indicando con el dedo las profundidades de la laguna.
—Eso nos tomará mucho tiempo —respondió Aurelio, preocupado.
A lo que Jacinto agregó:
—No si trabajamos juntos.
Y así se convencieron de que podrían completar su plan.
Mientras cavaban unos surcos, silbando y cantando huaynitos de su tierra, el cielo empezó a oscurecerse. Entonces Jacinto dijo:
—Debemos volver a casa antes de que anochezca o nos perderemos en el camino.
Sus dos compañeros asintieron
—Hay que llegar rápido —repitieron Marco y Aurelio.
Y retornaron a su casa.
A la mañana siguiente, en el camino a Ñahuinpuquio, Marco estaba pálido y muy callado. Sus compañeros marchaban contentos cargando en sus quipis maíz tostado, mote, pushpo y queso.
Finalmente, mientras se arrellanaban a la sombra de unos árboles, junto a la laguna, Marco rompió su silencio:
—Tuve un sueño muy extraño —dijo—. Una viejita me advertía que si seguimos cavando en estas tierras la laguna se desbordará y destruirá a todo el pueblo de Ahuac.
Pero Aurelio le respondió, mofándose:
—¡Qué va a ser! Mentira nomás será. Solo nos quiere asustar y por envidia no quiere que tengamos riego en nuestras chacritas.
Entonces masticaron su coca, fumaron cigarros, tomaron su trago y comenzaron a trabajar. Pero a mediodía se desató una fuerte tormenta. Caían junto a la lluvia unas bolas de granizo grandes como puños.
Asustados, los forasteros se refugiaron en una cueva para protegerse. Desde ahí veían correr hacia los cerros a venados, zorros y vizcachas. Mientras tanto, las aves luchaban por volar en contra del viento, pero eran derribadas por el granizo y morían cubiertas de fango o ahogadas en la laguna.
—Nunca debimos venir —dijo Marco, mientras todo el trabajo que habían hecho era arrasado por el agua que bajaba de los cerros.
Y Aurelio, dando un respingo, repuso:
—¡Yo también soñé algo que ahora recuerdo!
Sus dos compañeros levantaron la mirada hacia él.
—Una viejita me amenazaba —siguió Aurelio—. Decía que la laguna de Ñahuinpuquio es sagrada, que si seguíamos trabajando un granizo gigante iba a caer y si nos llegaba moriríamos.
En cuanto la lluvia pasó Jacinto insistió en retomar el trabajo y no hubo manera de convencerlo de lo contrario.
Tiraron el fango que se había acumulado en la excavación. Y cuando ya recuperaban el avance del día anterior, decidieron detenerse y regresar a sus casas para descansar.
Esa noche, bajo la luna llena, en la cumbre más alta del cerro Lulllaca se escucharon ruidos extraños y, a lo lejos, una luz intensa llegaba hasta el pueblo de Ahuac.
Los pobladores, asustados, vieron aparecer a la anciana que había hablado en sueños a los forasteros. Y con una voz espantosa dijo:
—¡Ustedes no me han escuchado! Siguen cavando en la tierra sagrada. Ahora por su culpa vendrá el juicio final y todo el pueblo de Ahuac será arrastrado por una gran inundación.
La gente se asustó tanto, que obligaron a los forasteros a detener sus trabajos y los echaron del pueblo.
Así terminó todo. Se dice que la viejita es la guardiana de la laguna de Ñahuinpuquio, quien se compadeció del pueblo y no desató el juicio final.
Fuente: Hilarión Guzmán Alvarado, 73 años / Poblador y guía turístico de Ahuac
Relato recogido por: Jesús Toribio Espinoza